De Munch a Burton, un recorrido por la belleza de lo macabro y su conversión en icono de consumo global.

Cada otoño, el foco cultural y religioso de Occidente se desplaza hacia los muertos. En buena parte del mundo católico, el Día de Todos los Santos mantiene un tono solemne de oración y recogimiento; en México, el Día de Muertos lo transforma en una celebración colorida y simbólica. En lugar de rezar por los difuntos, se convive con ellos: se preparan altares, se ofrece su comida favorita y se celebra su recuerdo como una visita anual que devuelve vida a los ausentes.
Mientras tanto, en el ámbito anglosajón, Halloween convierte la misma relación con la muerte en un espectáculo lúdico y de consumo: disfraces, máscaras, luces naranjas y un terror domesticado. Con la globalización, esta versión comercial y festiva se ha extendido más allá de sus fronteras originales, encontrando eco en ciudades de todo el mundo. Dos tradiciones distintas que, en el fondo, buscan lo mismo: reconciliarse con la idea de la muerte, ya sea desde la devoción o desde el juego.

El limbo que surge entre ambas miradas ha resultado siempre un terreno fértil para la creatividad. Las mentes más retorcidas y visionarias, e incluso marginadas, encuentran inspiración en ese no lugar y en todos los temas etéreos que lo circundan. Tim Burton es uno de los casos más emblemáticos: su cine hace de la oscuridad un lugar habitable. Ha desarrollado una estética que acerca lo gótico y lo extraño a todo tipo de espectadores, en su universo la muerte ha dejado de ser tabú y sus personajes son la simbiosis perfecta entre lo macabro y lo entrañable.
El universo burtoniano: la deformidad física como extensión de lo interno
El imaginario fúnebre que pobla los espacios burtonianos es reconocible desde el primer instante: la melancolía, el goticismo, la belleza de lo raro y lo deforme. Sus personajes son igualmente profundos en alienación, soledad, incomprensión y emociones complejas.
Burton construye su poética visual a través de detalles concretos. Sus protagonistas suelen tener ojos exageradamente grandes o cavidades faciales pronunciadas, amplificando la vulnerabilidad y la intensidad emocional. Su paleta de colores se centra muchas veces en negros, grises y azules, reforzando la sensación de extrañeza y melancolía. Un ejemplo claro lo tenemos en La novia cadáver: el mundo de los vivos se representa casi siempre en blanco y negro, austero y rígido, mientras que el mundo de los muertos explota en colores, transformando la muerte en algo festivo y cercano.

Sus escenarios también participan de esta poética: casas inclinadas, calles tortuosas, árboles retorcidos, todos funcionando como extensiones de la psicología de los personajes. Se desarrolla entonces un lenguaje de lo grotesco y lo macabro, que se integran orgánicamente a la narrativa visual de su mundo.
Esta deformación deliberada de cuerpos y espacios establece un paralelismo evidente con el expresionismo alemán y obras icónicas como El Grito, de Edvard Munch: la geometría torcida, los rostros desproporcionados y las figuras angustiadas buscan transmitir emociones más que reproducir la realidad. Al igual que los expresionistas, Burton utiliza la exageración para comunicar lo interno, y en el proceso le atañe a lo oscuro un nuevo signo de ternura.
La cultura contemporánea y la disolución de lo extraño
Vivimos en una época donde lo extraño ya no extraña. La globalización ha diluido los límites culturales y estéticos hasta convertir lo bizarro en algo previsible. El horror, el exceso o la diferencia ya no descolocan, sino que se consumen con gusto. Lo inquietante ha perdido su poder de desajuste, anestesiado por una sociedad que lo ha visto todo, que metaboliza incluso aquello que alguna vez le resultó perturbador.
Freud (1919) definió «lo siniestro» como el retorno de lo familiar desde lo reprimido: aquello que reconocemos pero nos rehusamos a mirar. En la sociedad contemporánea, sin embargo, ese retorno ya no provoca sobresalto. La incomodidad ha sido sustituida por la estética, y lo abyecto —en el sentido que le dio Kristeva (1980), como lo que amenaza la identidad o el orden simbólico— se vuelve objeto de deseo y consumo.

En ese tránsito, «lo raro» ha seguido una evolución paradójica. De ser lo marginado pasó a ser lo celebrado, y finalmente lo integrado. Durante los años setenta y ochenta, lo excéntrico funcionaba como contracultura, una afirmación de la diferencia frente al canon; hoy, en cambio, su presencia apenas genera disonancia. Lo gótico, lo melancólico o lo excéntrico son ahora productos de un catálogo social. Fenómenos como Wednesday o el revival estético del dark glamour confirman que lo que antes fue subversivo ahora se ha vuelto decorativo: la otredad transformada en tendencia.
Podría decirse que hemos llegado a una fase de aceptación extrema, donde toda diferencia se asimila sin conflicto. Pero ¿es esa aceptación una forma de apertura o una señal de agotamiento? Estamos tan saturados de estímulos que el asombro se diluye: ya no hay rareza posible porque todo puede ser absorbido por la maquinaria del gusto y del mercado. En esta «sociedad del espectáculo», como anticipó Debord (1967), incluso lo marginal se integra como parte del circuito de consumo.
Quizá el mayor riesgo de esta anestesia de lo extraño no sea estético, sino cognitivo. Cuando todo puede ser integrado sin fricción, perdemos algo esencial: la capacidad de leer el mundo con extrañeza. La mirada humana, que alguna vez fue analítica, simbólica y capaz de interpretar los signos de lo inusual, se desliza ahora sobre las superficies. Lo que debería interpelarnos se convierte en un patrón reconocible.
Esa pérdida de la perturbación implica también una pérdida de pensamiento. Sin el asombro —ese primer movimiento de distancia crítica frente a lo que no comprendemos—, el juicio se adormece y la imaginación se reduce al gesto de consumo.

Del boceto a la experiencia. LETSGO y Tim Burton: El Laberinto
En este contexto de asimilación de lo extraño, Tim Burton: El Laberinto, actualmente en Ciudad de México, surge como un ejercicio de reencantamiento: una experiencia que devuelve al espectador la posibilidad de recorrer lo insólito desde dentro. Con esta exposición, LETSGO ha conseguido traducir la obra visual de Burton a un formato inmersivo, a través de la percepción del espacio como extensión del universo del cineasta: cada sala y cada rincón funcionan como fragmentos de su imaginación, un recorrido que nunca es lineal y que se siente más como un paseo por la mente del propio Burton que como un itinerario tradicional.
La estética no está solo en la decoración, sino en cómo los visitantes la experimentan: los contrastes de luz y sombra, los colores que encarnan emociones, los sonidos inquietantes y, a la vez, entrañables, todo contribuye a sumergir al espectador en un mundo donde lo macabro se vuelve cercano y lo extraño, familiar.
El recorrido fragmentado refleja la lógica de sus películas: no hay un único camino ni un orden rígido; el visitante se mueve entre espacios que se superponen y se contradicen, como pensamientos o recuerdos que chocan dentro de la mente del creador. Así, LETSGO convierte la experiencia en algo más que un homenaje visual: recrea la sensación de habitar un universo donde la deformidad y la melancolía son parte de la belleza.

Entre la muerte y la fantasía: Burton encuentra hogar en Ciudad de México
No es casualidad que Tim Burton: El Laberinto haya llegado a Ciudad de México. La ciudad comparte con el director una sensibilidad única hacia lo extraño y lo sombrío: su cultura celebra la muerte con un colorido y una cercanía que parecen surgidos de un relato gótico. Los altares, las calaveras y los rituales del Día de Muertos reflejan una familiaridad con lo etéreo y lo oscuro que convierte a los habitantes locales en cómplices naturales del universo burtoniano. No es solo una exposición: es un encuentro entre la estética de Burton y la tradición mexicana de venerar la muerte como parte de la vida, donde el visitante se siente inmediatamente en casa, una casa que no es más que el laberinto de emociones y deformidades entrañables.
Más allá del miedo: habitar lo extraño
Tim Burton: El Laberinto no es solo un homenaje visual, sino una experiencia que invita a repensar la manera en que percibimos lo que nos resulta extraño. En cada sala, la deformidad deja de ser un defecto estético para convertirse en un cúmulo de emociones, incomprensiones y vulnerabilidades. El espectador no se enfrenta a una experiencia puramente contemplativa, sino que habita de lleno el mundo del artista, en un diálogo permanente entre la melancolía, la fantasía y la celebración de la muerte propia de Ciudad de México. Al final del recorrido, queda la sensación de haber transitado un laberinto de ideas y sentimientos, donde lo sombrío se vuelve conocido, lo raro se vuelve bello y la experiencia redefine lo que entendemos por «monstruo».
Por La Pluma de LETSGO, Claudia Pérez Carbonell, a 5 de noviembre de 2025



